Esta imagen generada por inteligencia artificial es una ilustración editorial fotorrealista y no una fotografía real. Fue creada para acompañar un comentario periodístico en forma de caricatura política.

El cargo de la presidencia no es un derecho de nacimiento. No es una corona. No se mantiene por la fuerza, ni está por encima de la ley. Existe únicamente dentro del marco de la Constitución de los Estados Unidos, otorgado por un documento cuya legitimidad se basa en el estado de derecho y en el consentimiento de los gobernados.

Por lo tanto, cuando un presidente se propone desmantelar la estructura misma que define la autoridad de su cargo, renuncia a su derecho al poder legítimo.

Donald Trump ha intensificado sus esfuerzos públicos y privados para consolidar el control personal sobre el gobierno federal, mientras ignora abiertamente principios constitucionales fundamentales. Estos incluyen intentos de subordinar al Departamento de Justicia, eludir la independencia judicial, neutralizar la supervisión del Congreso y amenazar con represalias a sus opositores políticos.

Los críticos sostienen que estas acciones representan una erosión lenta del sistema de controles y equilibrios que define a la república estadounidense.

El problema fundamental no radica solo en la retórica, sino en la realidad operativa. Cuando el poder ejecutivo descarta las normas constitucionales, la autoridad legal que sustenta el cargo queda anulada.

Un presidente que reclama poder fuera de los límites legales de la Constitución ya no ocupa un cargo constitucional, sino que ejerce el control por medios extralegales.

Expertos legales y grupos de vigilancia han expresado una creciente preocupación por los recientes intentos del poder ejecutivo de modificar o ignorar los límites legales al comportamiento presidencial. Estos incluyen maniobras para eludir las asignaciones del Congreso, la negativa a cumplir órdenes judiciales legítimas y el uso de las fuerzas del orden federales con fines políticos.

En el centro de estas preocupaciones hay una percepción creciente de que el poder ejecutivo, bajo el liderazgo de Trump, se está desvinculando activamente de las normas constitucionales mientras sigue exigiendo la legitimidad que dichas normas otorgan.

La Constitución no puede obedecerse de manera selectiva. Le otorga al presidente la autoridad para comandar las fuerzas armadas, firmar legislación y supervisar la burocracia federal, pero también impone límites obligatorios a ese poder. Si esos límites dejan de ser reconocidos, entonces también lo hace la autoridad.

Un presidente no puede, al mismo tiempo, destruir los cimientos de la ley y reclamar las protecciones que esta ofrece.

Este conflicto ha dejado de ser meramente teórico. El Departamento de Justicia, ahora reestructurado mediante nombramientos leales, ha revertido sus propias investigaciones sobre supuesta conducta delictiva de Trump y su círculo cercano. Paralelamente, una purga coordinada de altos funcionarios del FBI y fiscales de carrera ha señalado una ruptura drástica con la independencia institucional.

Órdenes ejecutivas han ampliado los poderes de vigilancia interna, revocado protocolos de supervisión y amenazado con represalias a los denunciantes.

Al mismo tiempo, la Casa Blanca ha seguido rechazando la legitimidad de las decisiones judiciales con las que no está de acuerdo, atacando a los tribunales que emiten fallos adversos y negándose a implementar ciertas resoluciones. Funcionarios de la administración han defendido estas acciones como medidas necesarias contra lo que describen como un enemigo político arraigado.

Históricamente, las democracias constitucionales no terminan con un solo golpe de Estado. Se desintegran cuando las instituciones comienzan a ceder ante la lealtad política por encima de la autoridad legal. La consolidación del poder por parte del poder ejecutivo —cuando se combina con la inacción del Congreso y la vacilación del poder judicial— crea un vacío donde la presidencia queda desligada de la ley, aunque siga exigiendo el reconocimiento que dicha ley le otorga.

Esto genera una paradoja peligrosa. Si la Constitución ya no puede imponerse al presidente, ¿bajo qué criterio conserva legitimidad el cargo?

El poder presidencial no existe fuera de la Constitución; no es una ley natural ni un derecho divino. Es una designación legal con condiciones. Si se violan esas condiciones, el cargo ya no se ejerce: se suplanta.

En términos prácticos, Estados Unidos podría estar enfrentando ahora un escenario en el que el gobierno constitucional existe solo en apariencia. Si el presidente se declara inmune a la investigación, la supervisión o la revisión judicial, y ningún órgano institucional responde con medidas de cumplimiento, el resultado no es simplemente anarquía: es un cambio de régimen bajo la apariencia de continuidad.

La frustración pública ha crecido a medida que las respuestas legislativas se estancan. La Cámara de Representantes ha optado por no iniciar nuevos procesos de destitución, citando limitaciones políticas y falta de voluntad bipartidista. El Senado, controlado por una mayoría alineada con la administración, ha bloqueado los esfuerzos por investigar o limitar la expansión del poder presidencial. Mientras tanto, la Corte Suprema ha evitado emitir fallos sobre varias peticiones de emergencia relacionadas con el exceso de poder ejecutivo, argumentando razones procesales.

La Constitución ofrece mecanismos correctivos —incluidos el juicio político, la revisión judicial y las consecuencias electorales— pero cada uno de ellos depende de la participación activa de otros poderes. Cuando esos poderes son neutralizados o no actúan, la presidencia se desliza fuera del alcance de la ley.

El resultado es una presidencia que se ha desvinculado efectivamente de la rendición de cuentas constitucional mientras sigue exigiendo los privilegios que esa estructura le otorga. Al rechazar la legitimidad de los límites, el cargo se convierte en un instrumento personal de poder —no en un mandato de confianza pública.

Esta inversión de autoridad deja al público sin recursos legales claros, ya que todas las salvaguardas tradicionales dependen de un cumplimiento institucional que ya no funciona de manera independiente.

La consecuencia más profunda es tanto psicológica como legal. Cuando el público observa que las leyes ya no se aplican por igual —que ciertas figuras pueden ignorar citaciones judiciales, evadir procesos penales o reescribir políticas sin el debido proceso— el contrato social comienza a fracturarse.

La confianza en el gobierno democrático no se sostiene por la ceremonia o la tradición. Depende de la creencia de que el poder está limitado por reglas y sujeto a consecuencias. Cuando esa creencia se derrumba, la legitimidad se convierte en una cuestión de percepción, no de ley.

Esa percepción ya ha cambiado entre amplios sectores de la población estadounidense. En ausencia de medidas de cumplimiento, muchos ciudadanos ahora interpretan las violaciones constitucionales no como actos descalificadores, sino como muestras de fortaleza o determinación.

El uso del poder ejecutivo para la protección personal, la represalia política o la dominación institucional se defiende como una guerra necesaria en un clima de polarización. Este cambio redefine la conducta autoritaria como patriotismo y presenta la rendición de cuentas legal como sabotaje.

La resistencia institucional no ha desaparecido por completo. Voces aisladas dentro del poder judicial, la comunidad jurídica y el servicio civil han intentado dar la alarma, presentar objeciones o renunciar en señal de protesta. Pero el efecto de tales actos ha sido en gran medida simbólico frente al poder estructural coordinado.

Algunos gobiernos estatales han intentado afirmar su propia independencia constitucional, introduciendo legislación para limitar la cooperación con mandatos federales considerados ilegales o abusivos. Sin embargo, su capacidad para hacer cumplir dichas medidas está limitada por la supremacía de la ley federal —un principio que parte de la presunción de que el gobierno federal opera dentro de los límites constitucionales. Si esa presunción deja de ser válida, toda la estructura del federalismo se desestabiliza.

El panorama mediático también se ha visto afectado por el desprecio del poder ejecutivo hacia las normas constitucionales. El acceso de la prensa ha sido restringido. La comunicación gubernamental está estrictamente controlada. Las amenazas legales y las represalias contra periodistas se han vuelto más frecuentes, contribuyendo a un entorno en el que el escrutinio público se debilita y la desinformación prolifera.

A pesar de la gravedad de estos acontecimientos, una gran parte de la población sigue percibiendo la presidencia a través de una lente de normalidad. Rituales conocidos —el informe sobre el Estado de la Unión, las conferencias de prensa, los actos de campaña— continúan sin interrupción. Pero debajo de esas apariencias, la relación funcional entre los poderes del Estado se ha roto.

El peligro no es que Trump se declare abiertamente por encima de la Constitución. El peligro es que actúe como si lo estuviera —y que ninguna institución lo detenga. La presidencia deja de ser un cargo dentro de un sistema para convertirse en el sistema mismo. Y en ese entorno, la oposición no se trata como un contrapeso legítimo, sino como una amenaza a la autoridad.

En última instancia, la Constitución no se aplica por sí sola. Depende por completo de las personas —en el Congreso, en los tribunales, en el público— que estén dispuestas a defenderla, no solo a citarla. Cuando esas personas se retiran o racionalizan la inacción, el documento se vuelve inerte. Todavía puede leerse, citarse y celebrarse, pero ya no limita el poder.

Si ese punto ya se ha alcanzado, entonces la pregunta ya no es si el presidente está violando la Constitución. Es si la presidencia, tal como la define la Constitución, sigue existiendo. Si los límites legales han sido borrados, lo que queda no es un cargo bajo la ley, sino una posición sostenida por la fuerza, el mito y el aparato.

En ese estado, el cumplimiento no se rige por el consentimiento: se impone mediante la dominación. Y cuando ese es el fundamento del poder, los estadounidenses no son ciudadanos de una república constitucional. Son súbditos del hombre que la tomó, y viven bajo una dictadura.

Esta imagen generada por inteligencia artificial es una ilustración editorial fotorrealista. No es una fotografía real ni representa una situación verídica. La imagen fue creada para acompañar un comentario protegido por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos como una forma de expresión política. Su uso es coherente con la jurisprudencia establecida, incluida la decisión de la Corte Suprema en el caso Hustler Magazine, Inc. v. Falwell, 485 U.S. 46 (1988), que confirmó que la sátira y la parodia sobre figuras públicas son formas de expresión protegidas y no constituyen difamación, salvo que incluyan afirmaciones fácticas falsas hechas a sabiendas y con verdadera malicia.

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