La presidencia de Donald Trump no ocurrió en un vacío. En una democracia, el liderazgo no es simplemente producto de quienes emiten su voto por un candidato, sino la culminación de fuerzas sociales, desigualdades históricas e inacción colectiva.

Si bien resulta tentador culpar únicamente a quienes apoyaron a Trump en las urnas, la realidad es mucho más compleja. Al examinar la apatía electoral, las desigualdades arraigadas, el panorama mediático contemporáneo y las estructuras institucionales obsoletas, se hace evidente que cada estadounidense desempeña algún papel en la responsabilidad pública más amplia de haber permitido el ascenso de Trump, así como en los daños ocasionados por su administración.

EL CONTRATO SOCIAL Y LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

En el corazón de toda democracia yace un contrato social. Los ciudadanos acuerdan mantenerse informados, votar y exigir cuentas a sus líderes. A cambio, esperan representación justa y un gobierno que atienda las necesidades públicas.

Con el paso del tiempo, ese pacto no escrito se ha deteriorado. Millones de estadounidenses no votaron en las elecciones de 2016. Algunas ausencias se debieron a la frustración con el sistema político, otras a un sentimiento de inutilidad, o más notablemente, al resultado de años de campañas de supresión del voto diseñadas para alejar a los votantes de las urnas.

La combinación de desinterés generalizado y desilusión creó un vacío que permitió que una fracción más pequeña pero energizada del electorado definiera el rumbo del país. Ese vacío no se formó de la noche a la mañana.

La participación democrática en Estados Unidos ha ido disminuyendo durante décadas, con elecciones intermedias que atraen solo a una fracción de los votantes elegibles. El activismo a nivel comunitario decayó en muchas partes del país, permitiendo que los problemas locales se agravaran sin control.

Para cuando Trump inició su campaña, ya era capaz de aprovechar resentimientos latentes y el cinismo hacia “el sistema.” Por cada estadounidense que vio a través de su retórica, tal vez hubo un vecino, colega o familiar que — ante la falta de información constante y sintiéndose ignorado por la política convencional — optó por creer en sus promesas.

Incluso quienes reconocieron las fallas de Trump deben asumir cierta responsabilidad si no hicieron lo suficiente por empoderar a los marginados o por promover reformas que fomentaran prácticas de votación más justas.

UNA SOCIEDAD DESIGUAL, UNA RESPONSABILIDAD DESIGUAL

El privilegio, la desigualdad y los legados históricos que dieron forma a la América moderna sentaron las bases para ambas victorias de Trump. Políticas que se remontan décadas atrás —como el acceso desigual a una educación de calidad, prácticas de vivienda discriminatorias y la falta de inversión en comunidades de color— crearon divisiones económicas y sociales profundas.

Esas divisiones fueron blancos fáciles para los discursos populistas, que prometían restaurar una versión mítica del sueño americano a quienes se sentían olvidados. Fue un esfuerzo exitoso por distorsionar la verdad.

Muchos estadounidenses blancos, en particular, se beneficiaron de ventajas en vivienda, empleo y educación sin siempre reconocer esos privilegios. Cuando Trump canalizó la frustración de ciertos sectores de la América blanca, estaba capitalizando un sistema que ya había cultivado el resentimiento y el miedo al cambio demográfico.

Ya sea que uno haya apoyado o rechazado a Trump, el país entero tuvo parte en el sostenimiento de estas estructuras desiguales. Si el privilegio y las injusticias sistémicas se hubieran abordado con mayor urgencia en décadas anteriores, el mensaje populista que Trump usó para movilizar votantes quizás no habría tenido tanta fuerza.

EL ROL DE LOS MEDIOS Y EL APETITO DE LA SOCIEDAD

Los ecosistemas mediáticos rara vez surgen por sí solos. Reflejan las preferencias, comportamientos y prejuicios del público al que sirven. Con el tiempo, los medios estadounidenses pasaron de ser plataformas tradicionales que apuntaban a audiencias amplias a un entorno fragmentado compuesto por noticieros por cable, redes sociales y sitios especializados.

Las historias sensacionalistas impulsadas por el lucro suelen desplazar los reportajes de fondo vitales. La desinformación puede propagarse rápidamente en las plataformas sociales porque conecta a un nivel emocional, una tendencia agravada por algoritmos que premian el contenido extremo con mayor visibilidad y, por tanto, mayores ingresos.

Trump comprendía bien esas dinámicas, aprovechando plataformas como Twitter para eludir a los guardianes tradicionales. Dominó los titulares mediante declaraciones provocadoras, eclipsando a otros candidatos con enfoques más convencionales.

Aunque los críticos denunciaban la cobertura mediática que parecía ofrecerle publicidad gratuita, los espectadores y lectores seguían haciendo clic, mirando y compartiendo su vitriolo tóxico. El público en general, a menudo atraído por el espectáculo oscuro que rodeaba sus arrebatos, tuvo parte en recompensar su contenido conflictivo con atención.

En ese bucle de retroalimentación, la atención a sus declaraciones escandalosas se tradujo en ganancias para los medios, y los medios, a su vez, le dieron a Trump una cobertura desproporcionada. La falta de demanda por información de calidad, reflexiva o incluso matizada también contribuyó a la crisis.

Si los lectores hubieran exigido estándares periodísticos más altos y se hubieran negado a consumir material incendiario, los medios quizás habrían recalibrado sus prioridades. En cambio, el discurso nacional giró frecuentemente en torno a los titulares diarios de Trump, amplificando sus mensajes y ahogando los debates políticos esenciales.

DEBILIDADES INSTITUCIONALES Y EL COLEGIO ELECTORAL

Estados Unidos se ha enorgullecido durante mucho tiempo de tener un sistema democrático estable, pero el Colegio Electoral —una estructura concebida hace siglos para proteger la institución de la esclavitud— permitió que Trump llegara a la presidencia a pesar de haber perdido el voto popular nacional.

Los defensores del sistema argumentan que evita que los estados menos poblados sean ignorados, pero los críticos sostienen que se ha convertido en un mecanismo obsoleto que ya no representa con precisión la voluntad del pueblo. El sistema permite que una minoría de la población ejerza un poder desproporcionado, socavando el principio fundamental del gobierno por mayoría.

Ese debate no comenzó en 2016. A lo largo de los años, diversos políticos y grupos de defensa han propuesto reformas o incluso la abolición del Colegio Electoral, pero el impulso para cambiarlo se ha estancado una y otra vez. La victoria de Trump expuso aún más las vulnerabilidades del sistema, provocando un nuevo llamado a su reforma.

Aun así, la inercia institucional que mantuvo vigente al Colegio Electoral fue producto de decisiones nacionales colectivas. Generaciones de estadounidenses —de todas las afiliaciones políticas— han resistido los cambios estructurales, permitiendo que un sistema diseñado en una era completamente distinta siga operando sin modificaciones.

IR MÁS ALLÁ DE LA CULPA Y AVANZAR HACIA LA RESPONSABILIDAD

Entender la responsabilidad compartida por la presidencia de Trump y sus consecuencias no debe interpretarse como una absolución para quienes apoyaron de lleno o implementaron políticas perjudiciales.

La culpa nunca se distribuye de forma equitativa, y quienes respaldaron o promulgaron leyes discriminatorias, socavaron normas democráticas o fomentaron la división cargan con el peso de su participación directa.

No obstante, reconocer cómo una sociedad entera puede facilitar una presidencia de este tipo es esencial para evitar que se repita. La rendición de cuentas puede comenzar en los espacios cotidianos.

Se debe presionar a los representantes electos para que aborden el gerrymandering, la supresión del voto y otros obstáculos que impiden elecciones justas. Las instituciones educativas pueden reforzar los programas de educación cívica que enseñan a las nuevas generaciones la importancia de participar en una democracia. Los consumidores de medios pueden exigir mejor cobertura, apoyar económicamente al periodismo de calidad y mantenerse escépticos ante los contenidos sensacionalistas.

Al mismo tiempo, una introspección colectiva puede revelar cómo los privilegios cotidianos contribuyen a sistemas más amplios de desigualdad. El privilegio a menudo opera de forma invisible —en oportunidades laborales, vigilancia policial y acceso a la vivienda. Identificar y desafiar esas disparidades puede ayudar a desmantelar las condiciones que permitieron prosperar la retórica de Trump.

CUANDO EL CAMINO HACIA ADELANTE ES UN CALLEJÓN SIN SALIDA

Si bien el camino para mejorar a Estados Unidos requiere acción colectiva, introspección y reformas sistémicas, es fundamental enfrentar una posibilidad más oscura. Es difícil aceptarlo, pero una parte significativa de la población estadounidense rechaza activamente esos esfuerzos.

En lugar de luchar por el progreso, abrazan la división, el daño y la destrucción como medios para alcanzar sus fines. Detrás de los llamados a la unidad y la rendición de cuentas yace una verdad incómoda: muchos estadounidenses quizás nunca deseen reparar lo que está roto, y en cambio opten por romperlo aún más —impulsados por el resentimiento, el odio o un deseo de caos.

Abordar tal posibilidad requiere un enfoque distinto, uno que reconozca la disposición de algunos a priorizar el daño por encima del avance, incluso si ello implica perjudicarse a sí mismos. Eso plantea la pregunta: ¿y si el problema fundamental no son las fallas del sistema o el privilegio no cuestionado? ¿Y si el simple hecho es que una parte considerable de los estadounidenses elige activamente perpetuar el daño?

Es difícil admitir que sus motivaciones no surgen del desconocimiento o el descuido, sino de un deseo más profundo y malicioso de destruir instituciones, perjudicar a otros y regodearse en el caos porque —por la razón que sea— lo disfrutan.

Es una perspectiva sombría, pero que debe ser reconocida. Los titulares diarios desde 2016, revitalizados por la campaña presidencial de Trump en 2024, muestran que muchos estadounidenses han adoptado una cultura del resentimiento tan poderosa que anula cualquier sentido de responsabilidad colectiva.

En ese contexto, los llamados a la participación cívica, a una mejor educación y a la rendición de cuentas caen en oídos sordos. No es porque la gente no entienda lo que está en juego, sino porque no le importa, o se nutre de la división.

Si el odio, el egoísmo y la ignorancia deliberada dominan el tejido social estadounidense, las soluciones necesarias van mucho más allá de reformas o educación. Por eso, tales aspiraciones pueden resultar inalcanzables.

Resolver un problema requiere identificarlo, y los estadounidenses han demostrado su preferencia por poner curitas sobre heridas sistémicas. Hasta que estén dispuestos a enfrentar las verdades más oscuras sobre sí mismos y sus instituciones, el progreso seguirá siendo una ilusión, y el ciclo del daño continuará sin control.

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