
En una colina del barrio Tepeyac, en el norte de la Ciudad de México, se alza la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, uno de los símbolos religiosos y culturales más poderosos del hemisferio occidental.
Cada 12 de diciembre, millones de peregrinos inundan el extenso complejo; algunos caminan durante días, otros llegan de rodillas, todos con el propósito de honrar a la Virgen de Guadalupe, una aparición indígena de María que ha definido el catolicismo mexicano durante casi 500 años.
Las cifras son asombrosas: hasta 20 millones de personas visitan la basílica cada año, con hasta 5 millones llegando en una sola semana de diciembre, según la Secretaría de Turismo de México y la Arquidiócesis de México.
En comparación, la Basílica de San Pedro en el Vaticano — considerada el corazón global de la Iglesia católica — recibe entre 9 y 11 millones de visitantes al año, según cifras previas a la pandemia del Instituto Nacional de Estadística de Italia y datos turísticos del Vaticano.
El contraste en los números de peregrinación no es solo una curiosidad estadística. Revela una historia más profunda sobre la fuerza de la identidad católica entre las poblaciones latinas, la independencia espiritual del catolicismo hispano respecto al europeo, y la percepción creciente entre muchos de que las decisiones políticas que afectan a los inmigrantes latinos en Estados Unidos tienen profundas implicaciones religiosas.
UNA IDENTIDAD CATÓLICA DISTINTA ARRAIGADA EN LA EXPERIENCIA INDÍGENA
Para entender la devoción que rodea a la Basílica de Guadalupe, hay que comenzar en 1531, una década después de la conquista española del Imperio azteca. Según la tradición católica, un hombre indígena llamado Juan Diego se encontró con una aparición de la Virgen María en el cerro del Tepeyac. La Virgen — de piel morena, hablante de náhuatl — pidió que se construyera una iglesia en su honor. Como prueba del milagro, imprimió su imagen en el manto de Juan Diego, o tilma, que ahora está consagrado dentro de la basílica.
Esa imagen, la Virgen de Guadalupe, se ha convertido en mucho más que un ícono religioso. Es un símbolo del nacionalismo mexicano, de la resistencia anticolonial y del sincretismo espiritual. Para millones de latinos en todo el continente americano, representa un catolicismo que abraza las raíces indígenas y las tradiciones locales. Es una fe que no es subordinada a Roma, sino entretejida en la identidad de sus comunidades.
“Guadalupe ocupa un lugar central en la devoción católica mexicana. No es solo una figura mariana. Es un referente político, cultural y espiritual, especialmente para los inmigrantes.” – Dr. Timothy Matovina, teólogo de la Universidad de Notre Dame
Ese apego a Guadalupe y a las tradiciones que representa ayuda a explicar por qué tantos latinos en Estados Unidos — especialmente inmigrantes de México y Centroamérica — ven los ataques a sus comunidades como ataques a su religión.
UN LEGADO DE DESPLAZAMIENTO Y DEVOCIÓN
Los católicos latinos ahora conforman una gran parte de la población católica en Estados Unidos. Según un estudio del Pew Research de 2023, el 43% de los adultos hispanos en Estados Unidos se identifican como católicos, una cifra que aumenta significativamente entre los inmigrantes de primera generación.
Durante décadas, las parroquias en todo el país se han adaptado a misas bilingües, altares de Día de los Muertos y procesiones guadalupanas en diciembre. Para muchas familias latinas, el catolicismo es inseparable de su vida cotidiana, sus costumbres y su sentido de pertenencia.
Pero bajo las políticas migratorias draconianas de Donald Trump, millones de católicos latinos enfrentan procesos de deportación, separación familiar y el cierre abrupto de rutas de asilo establecidas desde hace tiempo. La política de separar a los niños de sus padres en la frontera entre México y Estados Unidos, implementada por Trump en 2018 y luego detenida bajo el presidente Joe Biden, fue condenada directamente por líderes católicos tanto en EE. UU. como en el extranjero.
“La política de separar a los niños de sus padres es inmoral. Contradice nuestros valores católicos y las enseñanzas de la Iglesia.” – Cardenal Daniel DiNardo, expresidente de la Conferencia de Obispos Católicos de EE. UU.
El papa Francisco, quien ha hecho de la defensa de los migrantes un sello de su pontificado, fue aún más contundente. Durante una visita a Panamá en 2019, describió la crisis migratoria global como “una mancha en la humanidad” y exhortó a los gobiernos a ver a los migrantes no como amenazas, sino como personas que portan el rostro de Cristo.
Para muchos católicos latinos, estas denuncias no fueron simplemente teología abstracta, sino afirmaciones directas de sus experiencias vividas. Miles de familias enfrentando detención o deportación han recurrido a la Virgen de Guadalupe en busca de consuelo. Defensores católicos afirman que su imagen se ha vuelto una presencia común en albergues, tribunales y vigilias de oración, especialmente durante los periodos más intensos de aplicación de las leyes migratorias.
CUANDO LA POLÍTICA SE PERCIBE COMO UN ATAQUE ESPIRITUAL
Aunque el régimen de Trump insistió en que sus políticas migratorias estaban motivadas por prioridades de seguridad nacional y aplicación de la ley, la realidad demográfica era que la mayoría de las personas afectadas eran católicas. Los países más impactados — México, Honduras, Guatemala y El Salvador — son todos naciones abrumadoramente católicas.
Como resultado, los críticos argumentan que, independientemente de la intención, la implementación de estas políticas perjudicó funcionalmente a un grupo religioso de forma masiva.
Esta interpretación ha ganado terreno no solo entre activistas, sino también dentro del ámbito académico religioso. La fe y la cultura son inseparables para los católicos latinos, y cuando un gobierno impone políticas punitivas que atacan esa identidad cultural, el resultado es percibido ampliamente como un ataque a la fe misma.
“El catolicismo latino se expresa a través de la cultura cotidiana, la vida familiar y los rituales públicos. No se trata solo de ir a misa, se trata de identidad.” – Natalia Imperatori-Lee, teóloga del Manhattan College
Grupos de defensa de los inmigrantes como Caridades Católicas USA y Faith in Action han reiterado estas preocupaciones, señalando que los centros de detención rutinariamente restringen el acceso al clero, los sacramentos y los artículos religiosos. En un caso documentado, a un grupo de mujeres detenidas se les negó el acceso a rosarios y Biblias, una decisión que la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles calificó como “una violación de sus derechos constitucionales y humanos.”
La oposición vocal de la Iglesia católica a la agenda migratoria del régimen de Trump no se limitó a preocupaciones doctrinales abstractas. Fue una defensa directa de una comunidad cuyos miembros se enfrentaban a un sistema legal y político que a menudo los trataba como prescindibles.
En la frontera de EE. UU. y en las zonas de aplicación en el interior del país, monjas, sacerdotes y voluntarios laicos católicos se convirtieron en algunos de los defensores más visibles y persistentes de los migrantes. Atendieron clínicas legales, introdujeron medicamentos y suministros en centros de detención, y ofrecieron santuario en edificios de iglesias. Al hacerlo, invocaban siglos de enseñanza católica sobre la dignidad de la persona humana, la protección de la familia y el mandato bíblico de “acoger al extranjero”.
Su labor también puso en evidencia la creciente fractura entre la retórica política y la convicción religiosa. Mientras el régimen de Trump posicionaba su estrategia migratoria como una cuestión del estado de derecho, muchos dentro de la Iglesia la veían como un rechazo del Evangelio.
“¿Cómo se puede negar agua a un niño o a una madre, o separar a las familias? Tenemos que reconocer que estas son personas. No nacimos así. Dios nos creó así, para que nos importe”, dijo la hermana Norma Pimentel, directora ejecutiva de Caridades Católicas del Valle del Río Grande, en una entrevista de 2022 con Milwaukee Independent. “Entonces, cuando no te importa, es porque estás aferrado a algo que no está bien, algo que endurece tu corazón. Tenemos que romper esos corazones de piedra.”
El ministerio de Pimentel, que opera uno de los albergues más grandes para familias migrantes en el sur de Texas, se convirtió en un punto focal de la tensión más amplia entre los valores católicos y la política nacionalista. Su insistencia en la sacralidad de la vida del migrante provocó tanto elogios como condenas, dependiendo de si sus palabras eran interpretadas como testimonio religioso o provocación política.
UNA HISTORIA DE DOS CENTROS DE FE
La yuxtaposición entre la Basílica de San Pedro y la Basílica de Guadalupe subraya la geografía espiritual del mundo católico en el siglo XXI. Aunque Roma sigue siendo el centro institucional y teológico del catolicismo global, las expresiones más grandes de fe católica vivida se encuentran cada vez más en el Sur Global — y especialmente entre las poblaciones latinas.
Este cambio no es nuevo. Durante décadas, los demógrafos han documentado el declive de la afiliación católica en Europa y el aumento de vocaciones, conversiones y devociones en América Latina, África y partes de Asia. Pero el simbolismo de una basílica mexicana que atrae a más peregrinos que el Vaticano habla de una inversión más profunda: los márgenes del catolicismo son ahora su corazón.
Para los católicos hispanos, la Basílica de Guadalupe no es solo un sitio sagrado, es un espejo. Refleja su historia, su orgullo cultural, su lucha por la dignidad en tierras que a menudo los miran con sospecha. No es incidental que Guadalupe aparezca morena e indígena. Tampoco es coincidencia que su festividad atraiga a más fieles que cualquier misa papal.
Su basílica es un epicentro espiritual para quienes han vivido bajo el peso del colonialismo, la deportación y la discriminación. Y en Estados Unidos, donde esas fuerzas convergen en la política migratoria, la devoción a Guadalupe se convierte en un acto de resistencia — una afirmación de que la fe y la identidad son inseparables.
FE BAJO PRESIÓN
La percepción de que las políticas migratorias de Trump funcionan como un ataque espiritual no es simplemente una figura retórica. Está arraigada en experiencias vividas: niños separados de sus padres, iglesias allanadas por agentes federales, leyes de santuario criminalizadas, oraciones pronunciadas detrás de alambre de púas. Se refuerza por la frecuencia con que se invocaron las enseñanzas católicas en oposición a esas políticas, y la regularidad con la que fueron ignoradas.
Si bien el régimen de Trump no enmarcó explícitamente su agenda migratoria en términos religiosos, su efecto fue aislar y apuntar a un grupo demográfico que es desproporcionadamente católico. Esa distinción importa. La libertad religiosa, tal como la garantiza la Primera Enmienda, incluye no solo el derecho a rendir culto, sino el derecho a vivir de acuerdo con las propias creencias, un estándar que muchos líderes católicos creen que fue violado tanto en principio como en práctica.
Esto tiene consecuencias más allá de la política. Para una fe que obtiene su fuerza de la comunión, la alienación de las instituciones de poder puede profundizar la desconfianza y el desencanto. Y para los católicos latinos, cuya fe a menudo se transmite por generaciones y se celebra en comunidad, esa alienación no es solo personal — es cultural y eclesial.
A medida que la Iglesia católica continúa examinando su papel en la vida cívica estadounidense, y mientras los católicos latinos se convierten en la mayoría numérica de la población católica del país, las cuestiones de representación, justicia y dignidad se volverán cada vez más urgentes.
La basílica en el cerro del Tepeyac puede estar a 2,000 millas de Washington D.C., pero para millones de creyentes, está más cerca de la verdad de su fe que cualquier cámara legislativa o decreto ejecutivo. Sus multitudes, sus oraciones y su tilma hablan no solo del pasado, sino de un futuro en el que el catolicismo se define menos por los pasillos de la burocracia vaticana que por los largos caminos recorridos por los fieles — descalzos, cargados, pero nunca solos.
“Cuando algún extranjero resida con ustedes en su tierra, no lo maltraten. Al extranjero que habita entre ustedes lo tratarán como a uno de sus compatriotas. Ámenlo como a ustedes mismos, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto. Yo soy el SEÑOR su Dios.” – Levítico 19:33-34
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